Tras Su Pupila
Por: Yessica Paola Puga Ferral
Creí muchas veces estar en lo correcto, que ella me amaba y su rechazo era una muestra de afecto; ni un abrazo o algún te quiero. En mi infancia jamás me contó un cuento, porque ella pensaba que historias de ésas eran patrañas. Después de todo, así terminó mi niñez: una época que no quisiera recordar, y sin embargo no olvido.
Pero desde hace varios años hice las paces con mi madre, aunque ella ni se enteró del repudio que sentí hacia su persona. Muy en mi interior la he perdonado, y ella… no lo sabe.
Me crió comportándose como una total extraña, tan inhumana y frívola que apenas recuerdo su cara. Lo hago porque siempre hubo algo que llamó inmensamente mi atención: sus lentes. Esas extrañas gafas que ni siquiera al dormir se quitaba.
En algunas ocasiones llego a pensar que no duerme, o que su reposo es tan frágil como alas de mariposa. También sospeché en cierto instante que, a través de los cristales había algo más que una mala vista, lo cual me mantenía alerta y preocupado a la vez.
Muchas veces intenté tomar por unos segundos aquellos anteojos, pero siempre terminaba encerrado en un cuartucho sofocante mientras mi madre cerraba la puerta con llave. En otras ocasiones me castigó por mirarla a los ojos, aunque sé que no me creerían a menos que vieran la marca del hierro caliente sobre mi costilla, y la cual no mostraré ni hoy ni nunca.
Por eso me cuesta trabajo imaginar cómo sería una “buena” madre, ya que las únicas caricias recibidas fueron esos terribles golpes que aún hoy me martirizan. Y después de pasado el tiempo, las cicatrices todavía duelen y magullan el corazón, no la piel. Porque el dolor siempre es mental aún en el instante.
Ha transcurrido ya algún tiempo desde que recuerdo aquello, pero el misterio que esconden sus viejos lentes persiste. ¡Sé que hay algo más que debo de encontrar! Lo máximo que sé es que una vez descubrí el lugar secreto donde mi madre los guardaba. ¿Cómo lo hice? La verdad lo desconozco, y sólo vienen a mi mente vagos pensamientos que tejen una maraña. La caja de su preciado tesoro se parecía a un alhajero, mismo que escondía pensando que lo robarían. Sin embargo, días después de que lo hallé ella lo cambió de lugar. No entendí la razón, mucho menos la cuestioné.
Sé que sonará como una enferma obsesión, ésa que poseo desde que tengo conciencia y que se volcó en una pesadilla durante las noches y los días. Pero toda mi vida gira en torno a una prohibición, cuando la pregunta de un por qué sigue sin responderse y me encuentro a punto de cumplir 26 años.
Hace unos cuantos segundos hablamos por teléfono. Al parecer saldrá de viaje. ¿A dónde? Nuevamente no lo sé, pues ella no me lo ha dicho y posiblemente no lo hará hasta mañana que se dirija al aeropuerto. De igual manera haré lo que me diga.
Hoy es el día en que ella se marchara y el despertador marca las 5:35 am. No pude dormir muy bien anoche, tal vez por la preocupación de que mamá necesitara de mí y yo no estuviera despierto. Sobre el buró junto a la cama está mi celular. Una pequeña luz azul se contempla. Hay un mensaje de voz en él: es ella.
Por hoy no iré a trabajar ya que necesita quién la lleve a tomar su avión a las 6. Demasiado temprano para mi gusto, pero por lo menos, espero que no haya mucho tráfico. Odio los embotellamientos, y los claxon resonando en mi cabeza son una tortura.
Por la Avenida Principal. Ah, la Avenida Principal. Deberían llamarle de los muertos o los choques, porque cada día en el periódico siempre aparece una nueva noticia de un carro volcado, un niño atropellado, un ciclista asesinado. Sin embargo, a diario manejo por allí. Tal vez es suerte lo que me persigue, ojalá hoy no sea la excepción. Las luces de los faroles son tenues y amarillentas. Algunas ni siquiera encienden en un tramo muy largo y apenas alcanzo a contemplar a otros autos a lo lejos, pero las personas, ¿cómo divisarlas y frenar a tiempo?
El amanecer se extiende lentamente detrás de los edificios y las colinas cercanas, hasta que de pronto, siento una vibración desesperada en mi bolsillo: el celular, ¡el maldito celular! Sé bien que sólo está presionándome como desde niño lo hizo, quiere que viva a su manera, en el tiempo en que ella quiera y ordene. Igual llegaré en 5 minutos. Espero y comprenda.
Cuando arribo hasta su hogar las maletas ya están afuera esperándome. Están disgustadas por mi retraso. ¡Pero por favor, no me miren de esa manera! Es mejor guardar la calma a terminar accidentado en ese cementerio de coches que pasé. Sí, esa que llaman Avenida Principal. ¿Y mi madre dónde está? ¿No estaba tan apurada por largarse de esta ciudad? ¡Díganle que salga o me iré!
Un sonido en el aire se escucha. Alguien o algo está susurrando, y de repente los árboles se mueven en contra del viento. Lo retan. Finalmente ella sale y cruza la puerta llevando sus lentes puestos...
Vamos madre, sube y daremos un último paseo antes de que te marches. ¡Vamos, entra al auto de una vez!
Es la incoherencia de las palabras, los lentes cubriendo sus ojos, las prohibiciones, los recuerdos, el cansancio, mi locura en ascenso. Ella se ve tan tranquila mientras aleja la mirada de mí y contempla el paisaje.
Me da rabia verla aún de reojo, ahí a mi lado sin que sienta remordimientos. ¡Pero no! Ya la he perdonado. Esto que siento no es más que una emoción pasajera, porque yo la amo y ella me ama. Nunca quiso hacerme daño con sus manos, eran caricias que decían te quiero.
Pasamos el límite de la ciudad. Los semáforos escasean y en la carretera sólo se aprecian los puntos de colores muertos. Los kilómetros son indicados en esas tan conocidas señales blancas rectangulares. Mis nervios se alteran mientras mis manos empiezan a temblar. ¡No lo puedo aguantar más! Miro hacia los matorrales que abrazan la carretera y subo la velocidad. Ella grita y suplica que pare, pero no lo haré. Ve mis ojos llenos de rabia, madre. Divísalos entre tu miedo, porque es la locura creciente que un niño trastornado jamás abandonó en sus memorias. Y si un día las pensé olvidadas, hoy sé que me equivoqué.
Doy vuelta y nos adentramos entre los matorrales forjando un camino incierto. Ella está asustada y sigue vociferando, a punto de llorar. Yo río como un maniático, hasta que de pronto freno el auto en medio de la nada.
-¡Calla madre, calla!- grito exasperado.
Ambos entramos en pánico, pero ella no se mueve del asiento. Mis manos se posan alrededor de su cuello, débil y senil. Cuando su mirada vidriosa se posó sobre mí no pude evitar odiarla aun más. Aprieto. Se retuerce. Acaricia mi mejilla. Luego su mano cae, y en ese momento, una lágrima brota. Mis nervios retornan.
Alterado tomo sus lentes y me los pongo. Lloro y río al mismo tiempo como un enfermo asesino. Pero sus lentes, esos anteojos ahora los poseo. Nunca más podrán torturarme. Entonces abro la puerta de tajo y me alejo del lugar sin mirar atrás.
Que tengas un buen viaje, querida madre…
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