Sueños de lodo
Yessica Paola Puga Ferral
Lo toqué. Viscoso sedimento posado en la piedra. Era una perla genuina por nadie valorada, simplemente barro sin ningún encanto.
Era cierto, no a muchos les importaba. Sin embargo, para mí se había tornado preocupante. Mis sueños se volcaron en temibles pesadillas que durante la noche imploraba al cielo terminaran de una vez, que algún ente sin forma o cualquier ser a mi alrededor tuviera compasión y me despertara para darles un final: no me importaba la hora, sólo deseaba acabarlas. Pero sumido profundamente en mis pensamientos, por alguna extraña razón sabía que estaba dormido y aún así, el temor era mucho más grande.
En tal momento huía a través de los bosques mientras el sol atenuaba con rapidez sus rayos de luz y daba finalmente paso a la noche. Corría sin dirección y brincaba algunos troncos que había en el suelo, los cuales desordenaban la monotomía del ambiente: siempre tan simétrico y quizá hasta enfermizo. Un lugar que yo jamás había contemplado antes me aterraba como una ola inmensa que se avecina hacia la costa.
Fue entonces que sin darme cuenta comencé a caer entre un profundo y silencioso vacío. Quizá era mi mente, tal vez la imaginación disparatada o solamente visiones que frente a mis ojos se posaban, pero estaba seguro de que a lo lejos vi ciertas enramadas rabiosas que se movían intentando lastimarme. Mas no podían, me encontraba fuera de su alcance.
Di vueltas en el aire observando los cuatro puntos cardinales y descubrí que la oscuridad no es tan siniestra cuando te unes a ella. Y de repente, el tiempo paró. Los segundos se volvieron eternos hasta el punto en que escuché cada latido de mi corazón, que con estrépito comenzó a acelerarse.
Me estampé entonces contra un cristal transparente, semejante al de una ventana y mismo que empezó a fragmentarse. Debía salir de ahí, lo sabía pues más allá, traspasando el vidrio entendía a la perfección que un nuevo abismo me esperaba con los brazos abiertos.
Intenté moverme despacio, suavemente pero era inútil, ya que sólo conseguía que se rompiera más. Me había dado por vencido: de igual manera caería. Hasta que de pronto sentí que me hundía como si estuviera en un pozo sin fondo; era un pantano de lodo, inestable como arenas movedizas y espeso tal cual miel que producen las abejas.
Y así, cuando sentí morir ahogado entre el barro a causa de una fuerza que jalaba mis pies hacia abajo, cuando la esperanza había escapado de mis manos, escuché un sonido errante que llegó hasta mis oídos como la propia salvación y finalmente me levanté de mi aposento sobresaltado, empapado en sudor.
La doceava campanada del reloj junto a mi cama me hizo despertar de ese angustiante letargo. Pero hoy como otras noches, otra vez con el sabor a tierra en mi boca.
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